EDITORIAL
«El hombre está enfermo porque está mal construido.
Hay que decidirse a desnudarlo para escarbarle ese animálculo que le pica mortalmente,
dios
y con dios
sus órganos.
Pues áteme si así lo quiere
pero no existe nada más inútil que un órgano.
Cuando le haya dado un cuerpo sin órganos,
entonces lo habrá liberado de todos sus automatismos y devuelto a su verdadera libertad»
“Pour en finir avec le judgement de Dieu” (1946), Antonin Artaud.
Esto no va a ser lindo, fácil, o reconfortante.
En 1963, Herschell Gordon Lewis daba inicio al género Gore con Blood Feast, mostrando por primera vez en el cine, mutilaciones, destripamientos y toda clase de atrocidades, transformando al cuerpo en sí en destinatario de la violencia, reducido a objeto para el asesino.
Por supuesto, H.G. Lewis no inventó esta visión mediática de la carne deshumanizada. Por dar un ejemplo temporal y geográficamente cercano a la obra de Lewis, ya era de dominio público el caso de Edward Theodore Gein, el infame Ed Gein, cuyas habilidades decorativas no fueron del gusto de los vecinos de Plainfield, Wisconsin, mucho menos para Mary Hogan y Bernice Worden, quienes murieron a manos de Gein, engrosando la galería de adornos, muebles y demás creaciones fabricadas con partes de cuerpos, que también había exhumado desde el cementerio del pueblo. Incluso, se especula que la primera víctima de Ed fue su hermano, Henry, quien murió en un extraño incendio en la granja familiar. Las marcas en la cabeza del mayor de los hermanos Gein, no parecieron llamar la atención de las autoridades, que declararon la muerte como un accidente.
Como cadáver ya no poseía alma, era el mero envase del que alguna vez fue un campesino ¿Qué más daba?
Esta visión del cuerpo como objeto de consumo, que no es exclusiva del horror, sino que comparte perspectiva con la pornografía, incluso entrecruzando sus caminos en películas como Niku Daruma (Tamakichi Anaru, 1998) o Porn of the Dead (Rob Rotten, 2006); alcanza altos niveles de crítica social con el cine de zombies, tal y como fue concebido desde Night of the Living Dead (George A. Romero, 1968), donde los cuerpos son deshumanizados a tal punto, que conservan un único instinto básico: comer. La deshumanización, por cierto, también proviene de los “vivos”, que en el afán de supervivencia renuncian rápidamente al tejido social, arrojándose al individualismo.
El cuerpo del otro, vivo o muerto, es descartable.
Como todo género, tarde o temprano termina siendo —al menos durante un tiempo— insuficiente para la exploración de ideas. El cineasta canadiense David Cronenberg, quien se había acercado bastante a los zombies con sus historias de infectados en Shivers (1975) y Rabid (1977), abre el sendero hacia La Nueva Carne con Videodrome (1983), incluso profetizando la transformación de los individuos por medio de la Mass-Media, ocurriendo hoy debido a las redes sociales y su objetivo de llevar a los consumidores a pensar lo que el cliente necesita (The Social Dilemma, Netflix, 2020).
Lo que Artaud proponía, el “Cuerpo sin órganos”, una existencia despojada de las limitaciones diseñadas por un creador, que en el fondo es para él la naturaleza y sus restricciones materiales; termina transformándose en una pesadilla ciberpunk.
La distopía hecha carne.
A partir de la Nueva Carne, o como un engendro que se desarrolla en paralelo y a la vez integradamente, por autores como Clive Barker, Poppy Z. Brite, la dupla John Skipp y Craig Spector, o David J. Schow (autor que bautizaría este movimiento) surge el Splatterpunk.
El Splatterpunk como movimiento literario, bebe de la literatura de terror, por supuesto, siendo deudores del gótico —es innegable considerar antecedente directo del horror extremista, “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” (1845) de Edgar Allan Poe, cuyo final truculento, si se buscara una analogía cinematográfica, sería como los primeros planos de las películas de zombies de Lucio Fulci—, tanto en estética como en el espíritu transgresor. Pero también se nutre del cine gore del que hablábamos al inicio de esta editorial, y de los filmes de terror de finales de los setenta y que proliferan en los ochenta, que, como sus ancestros decimonónicos, busca ir un paso más allá, mostrar aquello que el suspenso solo insinúa.
Como corriente influenciada por la estética de la transgresión, también busca derribar los tabúes, hablar de aquello que, a pesar de ocurrir, es reservado a la privacidad, apenas develado por eufemismos, conservado por el pudor de las “buenas costumbres” y la pretensión de que la imagen inmaculada es el ideal a alcanzar.
Aunque sus historias están pobladas de seres fantásticos, como hombres lobo, vampiros, zombies y otras maravillas monstruosas, los terrores que nos exponen son mundanos en el mejor sentido de la palabra. El monstruo es tan transgresor como el peor de los humanos, tiene las mismas inquietudes, deseos y bajezas. Es una versión desinhibida, una explosión de rencores y apetitos, el Hyde de nuestros Jekyll. Y el monstruo, no necesariamente es la criatura naturalmente anormal. Basta aflojar el tornillo preciso para que un ciudadano común se transforme, o revele su lado oscuro.
Es desde esta perspectiva extremista que los autores reunidos en este especial, han tejido sus creaciones, con hilo de acero y alambres de púas, clavos oxidados, colmillos y los parpados arrancados, para que no puedas perderte de una sola gota de sangre.
Fraterno Dracon Saccis
Director de Chile del Terror