Los muertos vivientes, en cuanto horda de cadáveres devoradores de los vivos, son, como la mayoría de los monstruos, representación de la otredad. A lo largo de los años han simbolizado la lucha de clases (“Land of the dead", 2005, George A. Romero), la inmigración (“Diary of the dead” 2007, George A. Romero), incluso se fusionan con el miedo a la máquina (“Return of the living dead 3”, 1993, Brian Yuzna, donde son los marginados los conejillos de india de los experimentos con cadáveres).
El género zombi ha sido tierra fértil de la crítica social, pero también del exploitation, sirviéndose de la deshumanización de los cuerpos de los resucitados. Así, las decapitaciones, desmembramientos, destripamientos y toda clase de fantasías carniceras, son posibles gracias a que, aquel cadáver alguna vez fue una persona. Luego, no es más que carne movida por instintos básicos.
Además, sobre todo en películas como la saga de muertos vivientes de Lucio Fulci, los muertos son fruto de fuerzas malignas, invocadas por incautos, o sabedores de la perdición que están desenterrando. Ya no enemigo extranjero, sino invasor desde El Otro Lado, apelando a los miedos primordiales, a aquello que está y debe permanecer en lo ignoto.
Y es precisamente ese terror ancestral el que explota el Bokor haitiano, quien crea y controla a los zombis, gracias a las artes del vudú. Este mito, que sería el principal origen de lo que conocemos actualmente en la cultura popular como género zombi, fue abordado de forma impecable por el antropólogo canadiense Wade Davis, en su libro de 1985, “The Serpent and the Rainbow” y que fue adaptado al cine en clave de terror por Was Craven, en 1988.
A grandes rasgos, desde estas premisas se ramifican la infinidad de formas de abordar a los muertos vivientes, en este cuarto número de Revista Chile del Terror, para escudriñar capa tras capa, mirando a través de sus ojos, manipulando sus miembros y órganos, explotando sus cuerpos, imaginando, inocentemente (o no), que aquellas almas que los habitaron podrían regresar, que aquella piel aún conserva un ápice de la humanidad, del calor que ese ser querido nos entregaba.
Pero no hay más que residuos, si es que con suerte los hubiera. El cadáver resucitado es una aberración y como tal, no tiene otro destino que esparcir la muerte, la deformidad y la desesperanza, la constatación de que, por más que se dé un bis a esa vida, el destino sigue siendo la inexorable corrupción de la carne.
Fraterno Dracon Saccis
Director de Chile del Terror
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