El fragmento más citado de H.P. Lovecraft —tanto, que llega a parecer trillado, pero no por eso menos cierto— es, “Las más antigua y más fuerte emoción de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más fuerte tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”, extraído desde su ensayo de 1927, El horror sobrenatural en la literatura. Me permito agregar a esta sentencia destinada a quedar escrita en piedra, sin ánimo de estar descubriendo la pólvora, que, la manera en que hemos lidiando con ese miedo a lo desconocido, desde que nace el lenguaje más primitivo, es intentar darle una forma reconocible.
El relato oral fue el primer abordaje a los fenómenos naturales, suerte de explicación precientífica de estos, dando a luz al mito. Un mito fundacional, por ejemplo, busca dar sentido al origen de una nación, cultura, ciudad, etc., asignándole a una deidad su simiente. Jehová, guio la errancia de los judíos, pero mucho antes (no tanto, según el creacionismo), dio forma al universo, para decorarlo finalmente con la infame humanidad. He allí un mito de la creación, como lo es el de Prometeo dando su hígado, a diario, durante eones, por otorgarnos el fuego de los Dioses (y nosotros lo hemos honrado ideando tecnologías cada vez más sofisticadas para brindar dolor y muerte a nuestros vecinos. Ares ríe satisfecho). Caicai y Trentren se enredaron en una lucha por destruir —la primera— o salvar —la segunda— al mal agradecido género humano. Los temblores, terremotos y maremotos serían ecos de esta titánica refriega, aunque hay quien dice, que es Trentren retorciéndose de arrepentimiento por rescatarnos de la extinción bajo las aguas del Pacífico.
Todas estas versiones de la creación, del nacimiento de ciudades y culturas, son vías de aterrizar lo que se escapa del entendimiento, en encarnaciones antropomórficas o zoomórficas. Incluso sus configuraciones más monstruosas provienen de imágenes reconocibles. Familiares, si se quiere. Ya volveremos a esto último.
La palabra escrita permitió que estos mitos se fueran solidificando, aunque jamás han dejado de mutar, adecuándose a nuestros nuevos temores. Los dioses ya no solo castigan al pescador ingrato: luego, es al navegante que se aventura en aguas prohibidas para el ojo mortal, una vez que la tecnología náutica nos permite la exploración marítima; más tarde, al científico que se atreve a jugar a ser dios, creando vida, o al menos intentándolo. Cuando encontramos una explicación empírica de un fenómeno natural, o saltamos una valla de nuestras limitaciones, gracias al desarrollo técnico; el mito encuentra una vía para pervivir. Por supuesto, mitología es la religión del otro. Mi religión sí es religión.
Esta última pugna ha encontrado sus armas en la deformación de las leyendas, cuando estas se ven contaminadas por otras por el choque cultural. O bien es el sincretismo, que al verse una cultura dominada por otra, buscan la forma de adaptar sus creencias a las del otro. Por lo general, es el conquistador quien sofoca la cosmovisión del invadido. Un ejemplo claro, es el cómo la cristiandad, principalmente el catolicismo, fue adornando la figura del diablo con las características de las religiones paganas. Ni las patas de cabra, ni los cuernos, ni el tridente, ni la virilidad de Satanás provienen de la biblia, sino de otros dioses rivales del judeocristiano, que se pretendieron demonizar, tales como Pan, Poseidón o Bes.
Lo familiar, se torna monstruoso.
Y es en esta metamorfosis, donde estriba uno de los nexos fundamentales del mito y la leyenda, con la literatura de terror: lo siniestro. Porque más allá de ser una evolución del relato oral, la literatura de terror hereda de este su anhelo por explicarse el hemisferio oscuro de la humanidad, de escudriñar en sus bajezas y sus temores, dándole sentido a la locura, hallando en los hilos que manejan a las marionetas que representan sus historias, una suerte de diagnóstico que nunca satisface, porque la literatura no ha de dejar tranquilo el espíritu, no ha de otorgarle regocijo, sino que debe remover el polvo que cubre su mobiliario, agitar las telarañas y abrir ese libro abandonado, o más bien oculto en el fondo de un cajón, a la espera de ser abierto y leído en voz alta, invocando a los espectros que aguardan en el ático.
Esas almas en pena son las miserias que trascienden las épocas, las ruinas sepultadas bajo las metrópolis de vidrio y neón, las iglesias y cementerios, los pueblos que no son más que una hilera de casas desvencijadas, hasta los condominios más lujosos; desde el animismo, hasta la más compleja de las jerarquías eclesiásticas. Los horrores siguen siendo los mismos, hoy más tecnificados, más mediatizados, pero continúan la senda de lo monstruoso, de lo que no debería ser, pero existe y exhibe su rostro agusanado, sus ojos, su boca, su nariz, todo ubicado en el lugar erróneo. Y ese rostro está allí, en el espejo.
Las obras contenidos en este especial de Mitología Latinoamericana, escrutan en nuestras raíces, ora en ánimo de rescate cultural, ora desde la inquietud intelectual, ora como pretensión religiosa. Eso no lo sabemos con certeza. Solo sus autores tienen la respuesta, o tal vez ni siquiera ellos saben la verdad de sus motivaciones. Porque hay caminos que simplemente se abren paso y jamás dejarán de horadar la tierra.
¿Vale la pena escarbar en ellos, aún sabiendo que lo que encontraremos no nos hará más felices, sino muy probablemente, todo lo contrario?
No soy quien para dictar ese veredicto. En tus manos está el trabajo religioso —en cualquiera de los sentidos que quieras darle— de un grupo de acólitos del terror, que aportan las piezas de una criatura cuyo aliento cargado de polvo, mortandad y alaridos en idiomas preternaturales, está a la espera de susurrar en tu nuca…
Fraterno Dracon Saccis
Director de Chile del Terror