Coso Abripio era pequeño, debilucho y feo, feo sin remedio.
También era el alcalde de una próspera aldea, que gestionaba con eficacia a pesar de que no corrían buenos tiempos: la contabilidad creativa se le daba fenomenal.
Sin embargo, su tranquilo y confortable mundo estaba a punto de venirse abajo.
Todo por culpa de aquella carta y de lo que se le pedía en ella.