El más grandioso payaso de la época es un hombre conocido como Tony. Con su cara pintada de almazarrón y albayalde, hace las delicias del público desde el momento mismo de su entrada, cuando se presenta con un increíble berrido. A partir de ahí entretiene al público con juegos malabares, imitaciones de animales, juegos con sombreros, etcétera. Su número más reclamado es cuando comparte la escena con un borrico, momento que grandes y pequeños esperan siempre con ansiedad. Un día, en una de sus actuaciones, el clown se enternece con un niño del público, pero la gente se lo echa en cara, pues él está ahí para hacer reír, no para conmover. Tiempo después, se ve en la tesitura de tener que salir a actuar mientras su propio hijo se está muriendo asfixiado por el garrotillo.