Fue allí, en esa curva que subía a lo alto de la isla, donde una ola se tragó a Ramón, un día de septiembre de 1983. Ramón era un autóctono de la localidad; había crecido y vivido allí, desde siempre, en una pequeña casita con vistas a la cala. Por las mañanas salía a pescar, y por las tardes solía pasear, parándose a conversar con todo el mundo.
Nadie se explica aún por qué decidió salir a caminar bajo una tormenta de tardío verano, de las que azotan de tanto en tanto la costa mediterránea, y menos aún por qué, según algunos testigos que observaban con asombro desde detrás de sus ventanas, Ramón decidió quedarse parado en la curva que baja desde la isla, mirando al mar, contemplando las olas que rompían contra las rocas y se elevaban varios metros por encima de su cabeza, cayendo a la carretera y mezclándose con la lluvia, hasta que una de aquellas olas arreció cubriéndolo por completo y, cuando la espuma se retiró, Ramón ya no estaba.