Kiyara aprendió a no tener ambiciones. Aprendió a crecer sola y a defenderse de todo y de todos. Lo único que anhelaba, aun sin saberlo, era un pequeño atisbo de felicidad, de tranquilidad, de paz. Pero en el mundo en el que se encontraba, y siendo quien era, cada pequeño ramalazo de alegría le era arrebatado. Y así un buen día un desconocido llegó a su hogar, que no podía llamarse hogar, y pronunció las palabras que cambiaron su vida: “Podrás sustituirla”.
Fue entonces cuando aprendió a luchar, a rendirse y no rendirse, y a morder hasta morderse a sí misma. A gritar, temblar y arder. A soñar, a amar, a volar. Hasta alcanzar lo que siempre buscó. Pero para eso tuvo antes que pasar por las manos del coleccionista de ojos tristes…