Hay poetas empeñados en levantar arquitecturas imposibles que apenas sostienen una idea. Erigen grandes castillos que no saben ser nada, ni defensa, ni hogar. Sus propios versos caen sobre ellos, derrumbando artificios. Se olvidan de la vida. No saben que la poesía es necesaria porque esta existencia no alcanza para todo. Como mucho llegan a subrayar un eco desvaído que no es suyo. No han vivido y escriben pensando en los demás. Suelen ser rimbombantes y aburridos.
Arantxa Murugarren no forma parte de esos arquitectos de pedestal y de juegos florales. Ella escribe desde la intensidad de lo sentido. Aunque vivir es siempre cotidiano y volver a vivir se aprende pronto- (Jorge Guillén)- la poeta pesa la intensidad de cada instante y reconoce ese latido, mucho más allá de la penumbra del recuerdo. Hasta de la distancia hace una caricia y es capaz de espantar todos los fantasmas de la madrugada; temeridad y fantasía.
Hay en este poemario lecturas que son un incendio en el que ardieron muchos versos anteriores: los corregidos, extraviados e inválidos. Arantxa sabe que hay que quemar lo intrascendente, despedir con el humo la mentira y mensurar palabras y silencios.
Lo escribió mucho mejor mi amigo Joaquín Brotons:
“! Ay de aquel que se atreva a llamarse Poeta
sin haberse arriesgado a contemplar
sus propias cenizas ardiendo…!
Sigue haciendo falta el fuego purificador de los poetas entre tanta ceniza oscura.
Juan Andrés Pastor Almendros