TAL VEZ SEA LA SANGRE, como dice su madre Lurdes, o quizás se trate de esa asombrosa destreza infantil para detectar el apego y construir la amistad de manera instantánea, en un mismo movimiento, en segundos.
Corrían, charlaban, jugaban, reían… como si los minutos transcurridos desde que se acababan de conocer fueran la continuación de muchos otros juegos anteriores, imposibles pero no por eso menos ciertos.
En medio de la algarabía de la fiesta vinieron donde mí, alegres, con los ojos abiertos como lunas y me dijeron:
—¡Cuéntanos un cuento!
—No me acuerdo ahora de ninguno —apelé.
—Invéntatelo —respondieron.
—No puedo inventarme un cuento ahora mismo, tengo que pensarlo —me defendí.
—Vale, esperamos —concluyeron.
Y allí se quedaron, sin moverse, mirándome fijamente con aquellos cuatro ojos y dos sonrisas. Estaban esperando y yo estaba perdido.
No me quedaba más remedio que tirar allí mismo de historias recordadas, enlazarlas como pudiera y lanzarme al vacío. Seguramente vivir consiste básicamente en eso mismo.
Y este relato es lo que resultó.